Escribimos cuando duele porque a veces es lo único que queda.
Porque el lenguaje se convierte en el refugio donde el cuerpo ya no puede esconderse. Porque hay dolores que no caben en el silencio ni en la lágrima. Dolor que no se cura, pero se nombra.
Escribir es trazar un mapa entre el caos y la memoria.
Cuando algo nos rompe —la pérdida, la ausencia, la injusticia, el miedo—, escribir es una forma de no dejar que el dolor nos devore sin dejar rastro. Es la forma en que el alma se recuerda a sí misma que aún está viva.
La escritura no borra lo que duele, pero le da forma. Y darle forma a algo es el primer paso para entenderlo. A veces también es el primer paso para soltarlo.
Escribimos cuando duele porque, aunque no lo digamos en voz alta, seguimos buscando consuelo, incluso en las palabras que duelen. Porque el dolor compartido, así sea en una hoja o en una pantalla, pesa menos. Porque contar lo que duele es también una forma de resistir.
Y porque, aunque no lo sepamos del todo, cada vez que escribimos desde el dolor, también estamos construyendo un puente. Uno que, con suerte, alguien cruzará para decirnos: “A mí también me pasó. No estás solo.”
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