El día que quise rendirme
No fue un gran día. Ni lluvioso. Ni dramático.
Fue martes, creo. Uno de esos que pasan sin pedir permiso, sin prometer nada.
Me desperté sin ganas de despertarme. No era tristeza lo que sentía. Era algo más espeso, más largo. Como una cuerda invisible amarrándome al vacío. Me hice el café con la misma rutina de siempre, pero esa vez ni el aroma me sostuvo. No escribí. No leí. No respondí mensajes. No lloré, tampoco. Solo existí en pausa.
Había algo en mí que gritaba: "¿Para qué?"
¿Para qué insistir con este oficio de escribir si el silencio pesa más que las palabras?
¿Para qué contar si nadie escucha? ¿Para qué contarme, si a veces ni yo me entiendo?
Ese día consideré dejar todo: el libro en proceso, las redes, las frases que guardo por si algún día valen algo. Todo.
Miré el cursor parpadeando en el documento en blanco y lo cerré. Me dolía más que curarme.
Pero no me rendí.
No por valentía. No por esperanza.
No me rendí porque no sabía cómo hacerlo del todo. Porque algo —no sé si llamarlo impulso, terquedad o instinto— me pidió que escribiera una línea más, aunque no fuera buena. Y la escribí. Y luego otra. Y luego una más.
Ese día no vencí al vacío. Solo aprendí a respirar dentro de él.
Hoy, cuando alguien me dice que quiere rendirse, no doy consejos. Solo digo la verdad:
Hay días que parecen definitivos… pero no lo son.
Hay cansancios que no matan: solo invitan a pausar.
Y a veces, una línea escrita sin ganas es más valiente que un capítulo entero escrito desde la euforia.
Por eso sigo aquí.
Porque me rendí… solo que no del todo.
Comentarios
Publicar un comentario