Hay historias que avanzan poco a poco como el tiempo; como los relojes colgados en las paredes se van desgastando internamente esta es un fragmento de "Las horas que habitan el reloj" libro que esta en construcción porque a veces el tiempo crece en las matas de plátano:
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No está en el cuadrante.
No aparece entre los engranajes.
Pero existe.
Una hora que no se ve, ni se oye… pero se siente.
Es una rendija. Un respiro en la lógica. Un temblor leve en el aire que solo ocurre una vez al año, en una madrugada incierta entre octubre y noviembre. No sé si la provoca el calendario, el viento seco del cementerio o los rezos mal terminados. Pero ocurre. Y yo, que vivo dentro del tiempo, puedo percibirla.
Empieza con un olor.
No a muerte.
A flores secas. A ropa guardada. A tierra recién movida.
La brisa cambia de tono. Las agujas del reloj tiemblan con un respeto que solo se le tiene a los padres muertos. Y sin que yo las mueva, sin que el sistema mecánico actúe, el reloj marca una hora que no existe.
Ni las tres. Ni las cuatro. Ni las cinco.
Una entrehora. Un no-tiempo.
Y ahí es cuando bajan.
No hacen ruido. No tocan la campana. Pero se sienten.
Bajan por la escalinata de la torre como quien conoce el camino. Algunos con su ropa de domingo —bien planchada, como les gustaba— otros con batas viejas, uniformes gastados, vestidos de boda. No hay orden ni caos. Solo paso firme. Como si el descanso eterno tuviera sus propios compromisos.
Y entran a la iglesia.
Se sientan en los bancos.
No en los de adelante —eso siempre fue para los vivos que se creen vivos—, sino en los de atrás, los de sombra, donde nunca llega bien la voz del cura.
No rezan. No cantan. No lloran. Solo están.
¿Y tú?
¿Alguna vez has sentido una hora que no estaba en el reloj?
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