Baltasar regresó esa misma tarde. Caminó hasta la entrada del fuerte sin ocultarse, con la ropa manchada de tierra y los ojos duros como piedra batida. No llevaba armas. Solo un cuaderno nuevo, envuelto en tela, colgado del hombro como un último órgano expuesto.
Lo recibieron con escupitajos, insultos y empujones. No opuso resistencia. Tayra, desde la linde del bosque, lo vio entrar. No lloró. Ya no.
Rodrigo lo esperaba bajo el mástil donde colgaba una bandera descolorida.
—Has vuelto. ¿Por qué?
Baltasar sostuvo su mirada. Había algo inquebrantable en su rostro, como si el exilio lo hubiera templado.
—Porque prefiero que me juzguen en la cara y no que me nombren a escondidas.
Un murmullo cruzó la multitud.
—¿Y vienes con más planes? ¿Con más reglas para frenar el trabajo de los hombres?
—No —respondió Baltasar, y sacó el cuaderno—. Vengo con memorias. Para cuando esto se derrumbe.
Rodrigo se acercó, lo arrebató del hombro y lo lanzó al suelo. Con un gesto rápido, sacó su cuchillo ceremonial y desgarró la tela. Las hojas cayeron al lodo.
—¡Miren! ¡Más trampas! ¡Más líneas para encerrarnos! —gritó—. ¡Baltasar no quiere oro! ¡Quiere palabras! ¡Y con palabras no se come!
Un grupo de hombres rodeó a Baltasar. Nadie se atrevía a golpearlo aún. Había una delgada línea entre la ira y la conciencia.
—¿Es verdad que te escondías con Tayra? —preguntó uno.
—¿Que trazabas rutas secretas para huir del fuerte?
—¿Que Miguel te dejó una carta antes de ser encarcelado?
Baltasar no respondió. Sabía que cualquier palabra sería usada como yesca.
Rodrigo dio la orden.
—Llévenlo al barracón. Que duerma sin luz, sin voz. Mañana decidiremos si merece quedarse o desaparecer en el monte.
Baltasar fue arrastrado entre dos hombres. No opuso resistencia. Mientras lo alejaban, sus ojos encontraron los de Tayra, oculta entre los árboles. Ella no movió un solo músculo. Pero bajó la cabeza, como quien anota algo en la memoria.
Esa noche, en el barracón, Baltasar escribió con carbón en la madera del suelo. No frases. No mapas. Solo un símbolo: una espiral dentro de otra espiral, creciendo hacia dentro, como una semilla de fuego encerrada en el barro.
La fiebre no mermó. Ni el oro sació. Pero una palabra empezó a recorrer el fuerte, silenciosa, como un presagio: cisma.
Y era apenas el principio.
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