Cartografía de las brasas

Capítulo I – El mapa invisible

Parte I: El infierno cotidiano

El infierno no es un lugar distante al que se accede tras la última exhalación. No está más allá del horizonte ni debajo de la corteza ardiente del planeta. Está aquí, plantado en medio de las avenidas, instalado en las cocinas y oficinas, escondido bajo las rutinas impecablemente disfrazadas de normalidad. Se lo pisa sin saberlo, se lo respira como aire contaminado, se lo hereda como un apellido indeseado. Lo más perturbador es que, para muchos, el infierno no llega como castigo súbito, sino como un amanecer más. La tortura se presenta con la delicadeza de una taza de café, con la parsimonia de un reloj que nunca se detiene, con la frialdad de un saludo mecánico.

Se nos enseñó a imaginar el infierno como un teatro de horrores excesivos: llamas eternas, gritos inhumanos, demonios armados con ganchos. Y sin embargo, lo que hemos construido es más sutil y por eso más eficaz. Aquí el fuego no quema la piel: reseca la esperanza. El verdugo no lleva máscara ni cuernos: viste uniforme o traje, cobra un salario y sonríe con amabilidad impostada. El suplicio no consiste en cadenas y oscuridad, sino en un cansancio que se acumula día tras día hasta corroer la voluntad de vivir.

En esta versión terrestre, el infierno no se sostiene por el miedo al castigo divino, sino por la obediencia a sistemas humanos que disfrazan la opresión de orden, la explotación de progreso, la desigualdad de mérito. Las ciudades modernas son catedrales donde se rinde culto al consumo, mientras en los sótanos invisibles se amontonan los cuerpos agotados que sostienen la maquinaria. Los trenes llenos de rostros ausentes, las fábricas donde el ruido engulle cualquier pensamiento propio, las oficinas donde el alma se aplana entre reuniones y reportes… todos son templos consagrados al dios del desgaste.

El infierno cotidiano tiene horarios y contratos, leyes que lo protegen y discursos que lo justifican. Sus arquitectos se llaman políticos, empresarios, gurús de la productividad, pero también vecinos y familiares que perpetúan las mismas cadenas que padecen. Y así, sin grandes estallidos de violencia, sin escenas dramáticas, la humanidad ha logrado construir un sistema que nos quema lentamente, sin que nadie se atreva a nombrarlo por lo que es.

Lo más inquietante de este infierno es su capacidad para infiltrarse en la intimidad. No necesita ejércitos si logra que uno mismo se convierta en su propio carcelero. La voz interior que repite que no hay alternativa, que no se puede vivir de otra manera, que “así es la vida”, es la propaganda más efectiva del fuego. Se acepta el dolor como condición natural, la injusticia como paisaje, la sumisión como virtud. Así, el infierno se renueva y se expande, no a pesar de nosotros, sino gracias a nosotros.



Parte II: Los límites que no existen

Si el infierno fuera un país, no tendría fronteras. No habría que cruzar ríos ni desiertos para entrar: bastaría con abrir los ojos. Ningún muro podría contenerlo porque no se construye en la geografía, sino en la mente y en las relaciones humanas. Su territorio es elástico; se expande con la misma facilidad con la que un rumor se propaga en un pueblo o una mentira se instala en la memoria colectiva. No hay visado ni control de aduanas: todos somos ciudadanos de pleno derecho desde el nacimiento.

En este reino sin mapas, la distancia entre “adentro” y “afuera” es ilusoria. El que cree vivir lejos del fuego solo ignora que las brasas laten bajo sus pies. Los barrios lujosos no están a salvo: la opulencia puede ser otro tipo de infierno, menos visible pero igual de corrosivo, donde la abundancia se convierte en jaula, y el miedo a perder privilegios ahoga más que cualquier cadena. El campesino que ve secarse su tierra y el ejecutivo que siente secarse su alma están más cerca de lo que ambos quisieran admitir.

El infierno no discrimina, pero sí se disfraza según el huésped. Al pobre se le presenta como escasez perpetua; al rico, como ansiedad sin cura. Al poderoso, como paranoia; al débil, como resignación. Adopta el idioma de cada cultura, se adapta a sus costumbres y se alimenta de sus tabúes. Por eso no puede ser combatido con una sola estrategia: es una hidra que cambia de rostro según dónde se la mire.

El gran engaño de sus límites inexistentes es que permite que algunos se crean libres de él, cuando en realidad solo ocupan una celda decorada con mayor esmero. Esos que miran al otro lado y dicen “qué lástima” o “qué horror” no se dan cuenta de que sus propias paredes son igual de sólidas. La compasión superficial y el miedo a ensuciarse las manos son los barrotes invisibles que mantienen a cada cual en su rincón del incendio.

Y, sin embargo, esta ausencia de fronteras también revela otra verdad: si todo el terreno es infierno, todo es también campo de batalla. No hay un “allí” donde las cosas se arreglen por sí solas; la lucha no se libra en un territorio distante, sino en la calle que habitamos, en el trabajo que realizamos, en la manera en que tratamos al otro. Aquí no existen zonas neutrales: cada gesto es una chispa que puede avivar el fuego o encender una luz.

En este punto, la pregunta deja de ser “¿cómo escapar?” para convertirse en “¿qué hago con este lugar sin salida?”. Porque en el infierno, lo único más peligroso que el fuego es la certeza de que nada puede cambiar.


Comentarios