Parte I: Habitantes de todos los credos
El fuego no distingue himnos ni banderas, no pide pasaporte ni certificado de fe. Arde con la misma obstinación en la capilla de un pueblo que en el templo de una metrópoli, en el mercado polvoriento de un barrio pobre y en el salón alfombrado de una embajada. Nadie queda al margen, aunque muchos se empeñen en pensar lo contrario. El sufrimiento es la lengua materna de la humanidad, un idioma que aprendemos antes de hablar, con el que lloramos al nacer y que no olvidamos jamás, aunque lo ocultemos bajo capas de rituales, títulos, riquezas o rezos.
La historia está plagada de ejemplos que desnudan esta verdad incómoda. Reyes y emperadores que, rodeados de oro, murieron devorados por enfermedades para las que no había cura; místicos que ayunaron por la salvación de sus almas y acabaron hundidos en la desesperación; dictadores que controlaban naciones enteras y que, al final, no pudieron controlar su propia vejez ni su soledad. Las crónicas de guerras y conquistas no son otra cosa que un inventario de sufrimientos, repartidos en todos los estratos, con diferente envoltorio pero igual esencia.
El espejismo de la “exclusión del dolor” ha sido siempre uno de los mitos más rentables. Se nos ha vendido la idea de que hay un círculo de elegidos que vive en una burbuja impermeable a la desgracia: los millonarios, los virtuosos, los que pertenecen a la nación vencedora o al credo verdadero. Pero esa burbuja es frágil como el cristal: basta una grieta para que el calor se cuele y, una vez adentro, no hay cortina de seda ni muro de mármol que lo detenga. Un multimillonario puede pasar las noches en vela temiendo perder lo que tiene; un sacerdote puede verse consumido por las dudas que nunca confiesa; un artista famoso puede ahogarse en una soledad que ni el aplauso del mundo consigue perforar.
El dolor no solo cruza fronteras: se disfraza según el paisaje. En las aldeas azotadas por la sequía, adopta la forma de un hambre lenta y resignada. En las ciudades iluminadas por pantallas, se manifiesta como ansiedad sin nombre, como un vacío que no se llena con nada, por más que se compre y se consuma. En las dictaduras, es la mordaza que aprieta la garganta; en las democracias, es la voz hueca que promete justicia y entrega burocracia. Cada cultura le da su vestimenta, pero la piel que quema por debajo es siempre la misma.
Hay quienes creen que su posición social les da un pasaporte diplomático para cruzar intactos el territorio del sufrimiento. Ignoran que el fuego es subterráneo, que circula como ríos de lava bajo las baldosas de todos los palacios y las calles de todas las aldeas. Los poderosos, a su manera, también arden: lo suyo es un fuego que no calcina por fuera, pero que corroe desde adentro, alimentado por la paranoia, por la necesidad de conservar lo que tienen, por la certeza de que no hay riqueza suficiente para blindarse contra la tragedia.
Pero tal vez la prueba más irrefutable de esta pluralidad del sufrimiento no esté en los grandes relatos históricos ni en los nombres que llenan enciclopedias, sino en las escenas pequeñas, casi invisibles. Una mujer que limpia un edificio de oficinas con las manos agrietadas mientras sueña con un día libre que nunca llega. Un joven que trabaja en un rascacielos, vestido con traje impecable, revisando compulsivamente su correo electrónico para ver si un error le ha costado su empleo. Un campesino que ve morir a su ganado por falta de agua y un artista que ve morir su inspiración sin saber cómo recuperarla. Distancias y contextos distintos, pero un mismo calor, una misma asfixia.
El infierno que habitamos es democrático en su capacidad de incluir a todos, pero profundamente desigual en el reparto de cargas. Algunos lo recorren a pie descalzo, sintiendo cada piedra incandescente; otros se desplazan en vehículos con aire acondicionado, sin notar del todo el calor que sube del suelo… hasta que un día el motor se detiene y el calor entra de golpe, reclamando lo que es suyo.
Y así, en cada esquina del mundo, en cada latitud y bajo cada bandera, las multitudes en llamas caminan juntas sin reconocerse del todo. Tal vez porque admitir que todos ardemos, sin importar credos ni fronteras, sería el primer paso para apagar algo del fuego. Y eso, quizá, es más temible que el calor mismo.
Aunque el infierno tenga millones de recovecos y cada uno su propio rincón ardiente, hay lugares donde las llamas se mezclan. Son puntos de confluencia en los que las diferencias se disuelven bajo el mismo calor. A veces son físicos: la sala de espera de un hospital abarrotado donde el aire huele a desinfectante y ansiedad, la fila interminable frente a una ventanilla burocrática donde todos avanzan al mismo ritmo lento, sin importar la urgencia de sus vidas. Otras veces son invisibles: un vagón de metro detenido en mitad del túnel, donde el sudor y el silencio se vuelven una conversación muda; una protesta callejera en la que desconocidos se cubren mutuamente del sol o de los golpes de la policía.
En estos espacios compartidos, el fuego no se apaga, pero su intensidad se reparte. Hay un reconocimiento tácito, casi animal, de que el otro arde también, aunque su llama tenga otro color. En la sala del hospital, el obrero con la pierna vendada y la mujer con el hijo enfermo se miran con una complicidad fugaz: saben que no son enemigos, aunque vivan mundos apartados. En la fila de la ventanilla, el joven que necesita un documento para trabajar y el anciano que reclama una pensión mínima mascullan las mismas maldiciones contra el funcionario que nunca levanta la vista.
En esos encuentros surge, de manera inesperada, un tipo de comunicación que fuera del infierno no tendría sentido. No se habla para resolver nada, sino para sobrevivir al momento. Un chiste negro sobre lo absurdo de la situación, una queja dicha en voz alta que arranca sonrisas cansadas, una exageración que convierte la tragedia en farsa por unos segundos. El humor aquí es más que un alivio: es un pacto de resistencia. Reír juntos es reconocerse como parte de la misma hoguera, aunque al minuto siguiente cada cual vuelva a su propio rincón.
A veces, la solidaridad se abre paso como un relámpago breve. Un desconocido ofrece agua a otro en medio de una marcha bajo el sol inclemente. Alguien cede su asiento en un transporte atestado, aun sabiendo que tendrá que soportar el cansancio de pie. Un grupo improvisa una cadena humana para pasar bolsas de víveres en una inundación. Estos gestos no apagan el incendio, pero lo interrumpen un instante, creando un oasis improbable.
Sin embargo, no conviene idealizarlo: la solidaridad en el infierno es frágil. Está siempre al borde de ceder ante el instinto de supervivencia. El mismo hombre que compartió su agua puede, en otro contexto, empujar al vecino para salvarse él primero. La mujer que abrazó a un desconocido en un funeral puede, al día siguiente, cerrar su puerta para no escuchar los gritos de otra tragedia ajena. Es como si el fuego tuviera la capacidad de recordarnos, una y otra vez, que somos criaturas de instintos contradictorios: capaces de compasión y de egoísmo en la misma respiración.
Lo más curioso es que estos encuentros, por breves que sean, dejan huellas. No cambian la naturaleza del infierno, pero sí la manera en que se lo habita. Después de compartir un gesto así, por pequeño que parezca, es más difícil volver a creer que estamos solos en el calor. Esas memorias se guardan como brasas distintas: no queman, pero tampoco se enfrían del todo. Y a veces, cuando el fuego se siente insoportable, basta recordar una de esas chispas para resistir un poco más.
En cierto modo, el infierno se sostiene tanto por el fuego como por estos destellos que lo interrumpen. Sin ellos, la desesperación total nos haría incapaces de seguir caminando. Con ellos, aprendemos a convivir con el calor, a encontrar sentido en medio de la ceniza. Es un equilibrio perverso: necesitamos un poco de esperanza para soportar la condena, pero no tanta como para querer cambiarla de raíz. Así, el infierno se mantiene, no solo por quienes lo alimentan, sino también por quienes lo habitan con cierta dignidad, convencidos de que basta con reírse un poco para que no duela tanto.
Y mientras tanto, las plazas del calor siguen llenándose. Allí se cruzan mendigos y empresarios, soldados y estudiantes, madres solas y ancianos olvidados, todos respirando el mismo aire denso, todos conscientes —aunque no siempre lo digan— de que están ardiendo en la misma fogata. Tal vez sea en esos encuentros, y no en las llamas individuales, donde se revela la naturaleza más honesta del infierno: no como un lugar de soledad absoluta, sino como un territorio saturado de gente que, a pesar de todo, sigue encontrando formas de mirarse a los ojos.
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